10.3.08

De novelas y otros desvaríos.

Es curioso que a veces un sueño se convierta en otro, es curioso también que cada día esté a punto de dormirme en el autobús, es curioso que tenga una lista de cincuenta y cuatro libros por leer y que en realidad no sean ni una milésima parte de los que tengo en otra lista mental. Sí, todo y mucho más es curioso. La música predepresiva de James Blunt, hace pensar aunque parezca que no.

Nunca me había dado cuenta, pero...nunca escribo sobre nada concreto, llego, abro la página y ¡zas!, me pongo a escribir lo que pienso. No es ése el tipo de escritora que quiero ser. Yo quiero ser como Paulo Coelho, un escritor que hace pensar, y que lejos de contar historias complicadas, te hace pensar, y vuelves y piensas, y piensas aún más. Quizá debiera escribir un libro titulado "Nunca seré Paulo Coelho", o quizá debiera guardarlo en mi mente para nunca escribirlo.
Es curioso, pero hace medio año (quizá más) tenía una novela corta casi acabada; no, no lo digo por decir, no lo digo por hacerme la interesante, no sé ni por qué lo digo; pero sí, es verdad, hace medio año estaba a punto de acabar una novela corta que de momento iba por 108 páginas ¿te imaginas?, ciento ocho páginas llenas de sueños propios vistos a través de ojos de otros, es raro que eso ocurra en una pseudonovela negra, pero que en realidad es de adolescentes. Pero eso da igual, el caso es que hace medio año la tenía casi acabada, y ahora simplemente debería volver a empezarla. Eso se fue. Aquello que todo un escritor desea, y cuando una novela está a punto de finalizar no se marcharía a menos que se echara de golpe. Parece que la acabé de echar a patadas. El pensamiento de que una adolescente de quince años (entonces catorce) estuviera escribiendo una novela me parecía totalmente inverosímil, quizá tanto como el seguir escribiendo medio año después. Me ofusqué y ya no hay historia.

Ahora, como tantas otras veces fracasadas, he pensado en continuar aquella novela, pero quedará perdida en una carpeta de mi ordenador durante varios meses más, creo. Y en vez de volver a escribir aquello, escribiré otra cosa (está claro). Otro sueño.

¿Se puede saber de qué se trata ahora?
Otro sueño, otro, otro...

Los sueños llegan a ofuscar. Será eso lo que me pasa.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Te aconsejo que te leas esto, es el prólogo hecho por el propio autor de un libro que me leí hace poco: "Un mundo feliz". Iba a seleccionarte fragmentos pero creo que es mejor que lo leas al completo, a mí, personalmente, me enseñó muchísimo Huxley con este prólogo. Espero que te sirva de ayuda a ti también.

"El remordimiento crónico, y en ello están acordes todos los moralistas, es un sentimiento sumamente
indeseable. Si has obrado mal, arrepiéntete, enmienda tus yerros en lo posible y encamina tus esfuerzos
a la tarea de comportarte mejor la próxima vez. Pero en ningún caso debes entregarte a una morosa
meditación sobre tus faltas. Revolcarse en el fango no es la mejor manera de limpiarse.
También el arte tiene su moral, y muchas de las reglas de esta moral son las mismas que las de la ética
corriente, o al menos análogas a ellas. El remordimiento, por ejemplo, es tan indeseable en relación con
nuestra creación artística como en relación con las malas acciones. En el futuro, la maldad debe ser
perseguida, reconocida, y, en lo posible, evitada. Llorar sobre los errores literarios de veinte años atrás,
intentar enmendar una obra fallida para darle la perfección que no logró en su primera ejecución, perder
los años de la madurez en el intento de corregir los pecados artísticos cometidos y legados por esta
persona ajena que fue uno mismo en la juventud, todo ello, sin duda, es vano y fútil. De aquí que este
nuevo UN MUNDO FELIZ sea exactamente igual al viejo. Sus defectos como obra de arte son
considerables; mas para corregirlos debería haber vuelto a escribir el libro, y al hacerlo, como un hombre
mayor, como otra persona que soy, probablemente hubiese soslayado no sólo algunas de las faltas de la
obra, sino también algunos de los méritos que poseyera originalmente. Así, resistiéndome a la tentación
de revolcarme en los remordimientos artísticos, prefiero dejar tal como está lo bueno y lo malo del libro y
pensar en otra cosa.
Sin embargo, creo que sí merece la pena, al menos, citar el más grave defecto de la novela, que es el
siguiente. Al Salvaje se le ofrecen sólo dos alternativas: una vida insensata en Utopía, o la vida de un
primitivo en un poblado indio, una vida más humana en algunos aspectos, pero en otros casi igualmente
extravagante y anormal. En la época en que este libro fue escrito, esta idea de que a los hombres se les
ofrece el libre albedrío para elegir entre la locura de una parte y la insania de otra, se me antojaba
divertida y la consideraba como posiblemente cierta. Sin embargo, en atención a los efectos dramáticos,
a menudo se permite al Salvaje hablar más racionalmente de Io que su educación entre los miembros
practicantes de una religión, que es una mezcla del culto a la fertilidad y de la ferocidad de los
Penitentes, le hubiese permitido hacerlo en realidad. Ni siquiera su conocimiento de Shakespeare basta
para justificar sus expresiones. Y al final, naturalmente, se les hace abandonar la cordura, su
Penitentismo nativo recobra la autoridad sobre él, y el Salvaje acaba en una autotortura de maniático y
un suicidio de desesperación. Y así, después de todo, murieron miserablemente, con gran satisfacción
por parte del divertido y pirrónico esteta que era el autor de la fábula.
Actualmente no siento deseos de demostrar que la cordura es imposible. Por el contrario, aunque sigo
estando no menos tristemente seguro de que en el pasado la cordura es un fenómeno muy raro, estoy
convencido de que cabe alcanzarla y me gustaría verla en acción más a menudo. Por haberlo dicho en
varios libros míos recientes, y, sobre todo, por haber compilado una antología de lo que los cuerdos han
dicho sobre la cordura y sobre los medios por los cuales puede lograrse, un eminente crítico académico
ha dicho de mí que constituyo un triste síntoma del fracaso de una clase intelectual en tiempos de crisis.
Supongo que ello implica que el profesor y sus colegas constituyen otros tantos alegres síntomas de
éxito. Los bienhechores de la humanidad merecen ser honrados y recordados perpetuamente.
Construyamos un Panteón para profesores. Podríamos levantarlo entre las ruinas de una de las
ciudades destruidas de Europa o el Japón; sobre la entrada del osario yo colocaría una inscripción, en
letras de dos metros de altura, con estas simples palabras: Consagrado a la memoria de los Educadores
del Mundo. Su MONUMENTUM REQUIRIS CIRCUMSPICE.
Pero volviendo al futuro... Si ahora tuviera que volver a escribir este libro, ofrecería al Salvaje una tercera
alternativa. Entre los cuernos utópico y primitivo de este dilema, yacería la posibilidad de la cordura, una
posibilidad ya realizada, hasta cierto punto, en una comunidad de desterrados o refugiados del MUNDO
FELIZ, que viviría en una especie de Reserva. En esta comunidad, la economía sería descentralista y al
estilo de Henry George, y la política kropotkiniana y cooperativista. La ciencia y la tecnología serían
empleadas como si, lo mismo que el Sabbath, hubiesen sido creadas para el hombre, y no (como en la
actualidad) el hombre debiera adaptarse y esclavizarse a ellas. La religión sería la búsqueda consciente
e inteligente del Fin último del hombre, el conocimiento unitivo del Tao o Logos inmanente, la
transcendente Divinidad de Brahma. Y la filosofía de la vida que prevalecería sería una especie de Alto
Utilitarismo, en el cual el principio de la Máxima Felicidad sería supeditado al principio del Fin último, de
modo que la primera pregunta a formular y contestar en toda contingencia de la vida sería: ¿Hasta qué
punto este pensamiento o esta acción contribuye o se interfiere con el logro, por mi parte y por parte del
mayor número posible de otros Individuos, del Fin último del hombre?
Educado entre los primitivos, el Salvaje (en esta hipotética nueva versión del libro) no sería trasladado a
Utopía hasta después de que hubiese tenido oportunidad de adquirir algún conocimiento de primera
mano acerca de la naturaleza de una sociedad compuesta de individuos que cooperan libremente,
consagrados al logro de la cordura. Con estos cambios, UN MUNDO FELIZ poseería una perfección
artística y (si cabe emplear una palabra tan trascendente en relación con una obra de ficción) filosófica,
de la cual, en su forma actual, evidentemente carece.
Pero UN MUNDO FELIZ es un libro acerca del futuro, y, aparte sus cualidades artísticas o filosóficas, un
libro sobre el futuro puede interesarnos solamente si sus profecías parecen destinadas, verosímilmente,
a realizarse. Desde nuestro punto de mira actual, quince años más abajo en el plano inclinado de la
historia moderna, ¿hasta qué punto parecen plausibles sus pronósticos? ¿Qué ha ocurrido en este
doloroso intervalo que confirme o invalide las previsiones de 1931?
Inmediatamente se nos revela un gran y obvio fallo de previsión. UN MUNDO FELIZ no contiene
referencia alguna a la fisión núclear. Y, realmente, es raro que no la contenga; porque las posibilidades
de la energía atómica eran ya tema de conversaciones populares algunos años antes de que este libro
fuese escrito. Mi viejo amigo Robert Nichols incluso había escrito una comedia de éxito sobre este tema,
y recuerdo que también yo lo había mencionado en una narración publicada antes de 1930. Así, pues,
como decía, es muy extraño que los cohetes y helicópteros del siglo VII de Nuestro Ford no sean
movidos por núcleos desintegrados. Este fallo no puede excusarse; pero sí cabe explicarlo fácilmente. El
tema de UN MUNDO FELIZ no es el progreso de la ciencia en cuanto afecta a los individuos humanos.
Los logros de la física, la química y la mecánica se dan, tácitamente, por sobrentendidos. Los únicos
progresos científicos que se describen específicamente son los que entrañan la aplicación a los seres
humanos de los resultados de la futura investigación en biología, psicología y fisiología. La liberación de
la energía atómica constituye una gran revolución en la historia humana, pero no es (a menos que nos
volemos a nosotros mismos en pedazos poniendo así punto final a la historia) la última revolución ni la
más profunda.
Esta revolución realmente revolucionaria deberá lograrse, no en el mundo externo, sino en las almas y
en la carne de los seres humanos. Viviendo como vivió en un período revolucionario, el marqués de
Sade hizo uso con gran naturalidad de esta teoría de las revoluciones con el fin de racionalizar su forma
peculiar de insania. Robespierre había logrado la forma más superficial de revolución: la política. Yendo
un poco más lejos, Babeuf había intentado la revolución económica. Sade se consideraba a sí mismo
como el apóstol de la revolución auténticamente revolucionaria, más allá de la mera política y de la
economía, la revolución de los hombres, las mujeres y los niños individuales, cuyos cuerpos debían en
adelante pasar a ser propiedad sexual común de todos, y cuyas mentes debían ser lavadas de todo
pudor natural, de todas las inhibiciones, laboriosamente adquiridas, de la civilización tradicional. Entre
sadismo y revolución realmente revolucionaria no hay, naturalmente, una conexión necesaria o
inevitable. Sade era un loco, y la meta más o menos consciente de su revolución eran el caos y la
destrucción universales. Las personas que gobiernan el Mundo feliz pueden no ser cuerdas (en lo que
podríamos llamar el sentido absoluto de la palabra), pero no son locos de atar, y su meta no es la
anarquía, síno la estabilidad social. Para lograr esta estabilidad llevan a cabo, por medios científicos, la
revolución final, personal, realmente revolucionaria.
En la actualidad nos hallamosen la primera fase de lo que quizá sea la penúltima revolución. Su próxima
fase puede ser la guerra atómica, en cuyo caso no vale la pena de que nos preocupemos por las
profecías sobre el futuro. Pero cabe en lo posible que tengamos la cordura suficiente, si no para dejar de
luchar unos con otros, al menos para comportarnos tan racionalmente como lo hicieron nuestros
antepasados del siglo XVIII. Los horrores inimaginables de la Guerra de los Treinta Años enseñaron
realmente una lección a los hombres, y durante más de cien años los políticos y generales de Europa
resistieron conscientemente la tentación de emplear sus recursos militares hasta los límites de la
destrucción o (en la mayoría de los casos) para seguir luchando hasta la total aniquilación del enemigo.
Hubo agresores, desde luego, ávidos de provecho y de gloria; pero hubo también conservadores,
decididos a toda costa a conservar intacto su mundo. Durante los últimos treinta años no ha habido
conservadores; sóIo ha habido radicales nacionalistas de derecha y radicales nacionalistas de izquierda.
El último hombre de Estado conservador fue el quinto marqués de Lansdowne; y cuando escribió una
carta a The Times sugiriendo que la Primera Guerra Mundial debía terminar con un compromiso, como
habían terminado la mayoría de las guerras del siglo XVIII, el director de aquel diario, otrora conservador,
se negó a publicarla. Los radicales nacionalistas no salieron con la suya, con las consecuencias que
todos conocemos: bolchevismo, fascismo, inflación, depresión, Hitler, la Segunda Guerra Mundial, la
ruina de Europa y todos los males imaginables menos el hambre universal.
Suponiendo, pues, que seamos capaces de aprender tanto de Hiroshima como nuestros antepasados de
Magdeburgo, podemos esperar un período, no de paz, ciertamente, pero sí de guerra limitada y sólo
parcialmente ruinosa. Durante este período cabe suponer que la energía nuclear estará sujeta al yugo de
los usos industriales. El resultado de ello será, evidentísimamente, una serie de cambios económicos y
sociales sin precedentes en cuanto a su rapidez y radicalismo. Todas las formas de vida humana
actuales estarán periclitadas y será preciso improvisar otras nuevas formas adecuadas al hecho -no
humano- de la energía atómica. Procusto moderno, el científico nuclear preparará el lecho en el cual
deberá yacer la Humanidad; y si la Humanidad no se adapta al mismo..., bueno, será una pena para la
Humanidad. Habrá que forcejear un poco y practicar alguna amputación, la misma clase de forcejeos y
de amputaciones que se están produciendo desde que la ciencia aplicada se lanzó a Ia carrera; sólo que
esta vez, serán mucho más drásticos que en el pasado. Estas operaciones, muy lejos de ser indoloras,
serán dirigidas por gobiernos totalitarios sumamente centralizados. Será inevitable; porque el futuro
inmediato es probable que se parezca al pasado inmediato, y en el pasado inmediato los rápidos
cambios tecnológicos, que se produjeron en una economía de producción masiva y entre una población
predominantemente no propietaria, han tendido siempre a producir un confusionismo social y económico.
Para luchar contra la confusión el poder ha sido centralizado y se han incrementado las prerrogativas del
Gobierno. Es probable que todos los gobiernos del mundo sean más o menos enteramente totalitarios,
aun antes de que se logre domesticar la energía atómica; y parece casi seguro que lo serán durante el
progreso de domesticación de dicha energía y después del mismo.
Desde luego, no hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo se parezca al antiguo. El Gobierno,
por medio de porras y piquetes de ejecución, hambre artificialmente provocada, encarcelamientos en
masa y deportación también en masa no es solamente inhumano (a nadie, hoy día, le importa
demasiado este hecho); se ha comprobado que es ineficaz, y en una época de tecnología avanzada la
ineficacia es un pecado contra el Espíritu Santo. Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el
cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de
esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su
servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada en los actuales estados totalitarios a los
Ministerios de Propaganda, los directores de los periódicos y los maestros de escuela. Pero sus métodos
todavía son toscos y acientíficos. La antigua afirmación de los jesuitas, según los cuales si se
encargaban de la educación del niño podían responder de las opiniones religiosas del hombre, fue
dictada más por el deseo que por la realidad de los hechos. Y el pedagogo moderno probablemente es
menos eficiente en cuanto a condicionar los reflejos de sus alumnos de lo que lo fueron los reverendos
padres que educaron a Voltaire. Los mayores triunfos de la propaganda se han logrado, no haciendo
algo, sino impidiendo que ese algo se haga. Grande es la verdad, pero más grande todavía, desde un
punto de vista práctico, el silencio sobre la verdad. Por el simple procedimiento de no mencionar ciertos
temas, de bajar lo que Mr. Churchill llama un telón de acero entre las masas y los hechos o argumentos
que los jefes políticos consideran indeseables, la propaganda totalitarista ha influido en la opinión de
manera mucho más eficaz de lo que lo hubiese conseguido mediante las más elocuentes denuncias y las
más convincentes refutaciones lógicas. Pero el silencio no basta. Si se quiere evitar la persecución, la
liquidación y otros síntomas de fricción social, es preciso que los aspectos positivos de la propaganda
sean tan eficaces como los negativos. Los más importantes Proyectos Manhattan del futuro serán vastas
encuestas patrocinadas por los gobiernos sobre lo que los políticos y los científicos que intervendrán en
ellas llamarán el problema de la felicidad; en otras palabras, el problema de lograr que la gente ame su
servidumbre. Sin seguridad económica, el amor a la servidumbre no puede llegar a existir; en aras a la
brevedad, doy por sentado resolver el problema de la seguridad permanente. Pero la seguridad tiende
muy rápidamente a darse por sentada. Su logro es una revolución meramente superficial, externa. El
amor a la servidumbre sólo puede lograrse como resultado de una revolución profunda, personal, en las
mentes y los cuerpos humanos. Para llevar a cabo esta revolución necesitamos, entre otras cosas, los
siguientes descubrimientos e inventos. En primer lugar, una técnica mucho más avanzada de la
sugestión, mediante el condicionamiento de los infantes y, más adelante, con la ayuda de drogas, tales
como la escopolamina. En segundo lugar, una ciencia, plenamente desarrollada, de las diferencias
humanas, que permita a los dirigentes gubernamentales destinar a cada individuo dado a su adecuado
lugar en la jerarquía social y económica. (Las clavijas redondas en agujeros cuadrados tienden a
alimentar pensamientos peligrosos sobre el sistema social y a contagiar su descontento a los demás.) En
tercer lugar (puesto que la realidad, por utópica que sea, es algo de lo cual la gente siente la necesidad
de tomarse frecuentes vacaciones), un sustitutivo para el alcohol y los demás narcóticos, algo que sea al
mismo tiempo menos dañino y más placentero que la ginebra o la heroína. Y finalmente (aunque éste
sería un proyecto a largo plazo, que exigiría generaciones de dominio totalitario para llegar a una
conclusión satisfactoria), un sistema de eugenesia a prueba de tontos, destinado a estandardizar el
producto humano y a facilitar así la tarea de los dirigentes. En UN MUNDO FELIZ esta uniformización del
producto humano ha sido llevada a un extremo fantástico, aunque quizá no imposible. Técnica e
ideológicamente, todavía estamos muy lejos de los bebés embotellados y los grupos de Bokanovsky de
adultos con inteligencia infantil. Pero por los alrededores del año 600 de la Era Fordiana, ¿quién sabe
qué puede ocurrir? En cuanto a los restantes rasgos característicos de este mundo más feliz y más
estable -los equivalentes del soma, la hipnopedia y el sistema científico de castas-, probablemente no se
hallan más que a tres o cuatro generaciones de distancia. Ya hay algunas ciudades americanas en las
cuales el número de divorcios iguala al número de bodas. Dentro de pocos años, sin duda alguna, las
licencias de matrimonio se expenderán como las licencias para perros, con validez sólo para un período
de doce meses, y sin ninguna ley que impida cambiar de perro o tener más de un animal a la vez. A
medida que la libertad política y económica disminuye, la libertad sexual tiende, en compensación, a
aumentar. Y el dictador (a menos que necesite carne de cañón o familias con las cuales colonizar
territorios desiertos o conquistados) hará bien en favorecer esta libertad. En colaboración con la libertad
de soñar despiertos bajo la influencia de los narcóticos, del cine y de la radio, la libertad sexual ayudará
a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es su destino.
Sopesándolo todo bien, parece como si la Utopía se hallara más cerca de nosotros de lo que nadie
hubiese podido imaginar hace sólo quince años. Entonces, la situé para dentro de seiscientos años en el
futuro. Hoy parece posible que tal horror se implante entre nosotros en el plazo de un solo siglo. Es decir,
en el supuesto de que sepamos reprimir nuestros impulsos de destruirnos en pedazos en el entretanto.
Ciertamente, a menos que nos decidamos a descentralizar y emplear la ciencia aplicada, no como un fin
para el cual los seres humanos deben ser tenidos como medios, sino como el medio para producir una
raza de individuos libres, sólo podremos elegir entre dos alternativas: o cierto número de totalitarismos
nacionales, militarizados, que tendrán sus raíces en el terror que suscita la bomba atómica, y, en
consecuencia, la destrucción de la civilización (o, si la guerra es limitada, la perpetuación del militarismo);
o bien un solo totalitarismo supranacional cuya existencia sería provocada por el caos social que
resultaría del rápido progreso tecnológico en general y la revolución atómica en particular, que se
desarrollaría, a causa de la necesidad de eficiencia y estabilidad, hasta convertirse en la benéfica tiranía
de la Utopía. Usted es quien paga con su dinero, y puede elegir a su gusto."


¿Cuándo me dejarás leerlo?

Anónimo dijo...

Me gustan tus desvarios, de verdad que sí, hablar sin decir nada en concreto.
Paulo Coelho, gran escritor ;)

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Juliet.

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